Curas pederastas: las puertas del infierno hacia la abominación de la desolación

II. El sacerdocio de Cristo

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Introducción
I. El camino ancho y el angosto
II. El sacerdocio de Cristo
III. El sacerdote y los niños
IV. El pecado en general
V. Los pecados que claman justicia al cielo y las abominaciones
VI. El sacerdote y el pecado
VII. La correcta acción del cristiano frente al pecado personal y del prójimo
VIII. El Abuso sexual infantil
IX. Los curas pederastas
X. El pecado de los sacerdotes pederastas y pedófilos
XI. La mentira
XII. La complicidad
XIII. El caso de Marcial Maciel y los Legionarios de Cristo
XIV. Intentan desvirtuar la lucha del Papa contra pederastas
XV. Legionarios, cómplices de Marcial Maciel
XVI. La abominación de la desolación
XVII. Los mentirosos
XVIII. Las Puertas del Infierno
Conclusiones
Luis González
Orden de Caballeros Crucíferos
Viacrucis de los Caballeros Crucíferos
Cantos Gregorianos
Sueños del fundador de los Crucíferos

II. El sacerdocio de Cristo.

Establecido el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo como punto de partida de toda relación del cristiano, es necesario anotar los puntos fundamentales del hecho que exponemos: el sacerdocio de Cristo, el sacerdote, el pecado en general, los pecados  que claman justicia al cielo y las abominaciones, la abominación de la desolación,  la pederastía, el sacerdote que comete abominaciones, la complicidad y sus grados.

 

Es oportuno reproducir  la exposición que hace Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, con relación al sacerdocio, la cual es propicia para observar la dimensión del servicio que debería ofrecer, en contraposición de las abominaciones de que tratamos.

(Ver: http://es.arautos.org/view/viewPrinter/13238-la-santidad-del-sacerdote-a-la-luz-de-santo-tomas-de-aquino):

 

La santidad del sacerdote, a la luz de Santo Tomás de Aquino

 

Mientras más semejanza con Cristo encuentren los fieles en los sacerdotes, tanto más fácilmente se dejarán guiar por ellos. Y su ministerio, por lo tanto, será más eficaz.

 

El considerar en profundidad la esencia de la ordenación sacerdotal y del propio ministerio sagrado, Santo Tomás nos enseña que el presbítero debe tender a la perfección aún más que un religioso o una monja. Y, de hecho, para que se entienda tal enseñanza, basta con tener muy presente el elevado grado de santidad que la Celebración Eucarística y la santificación de las almas exigen de un ministro, 1 como nos lo advierte el divino Maestro:

 

“Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5, 13-14a). Ante esta enorme responsabilidad se comprende el motivo por el que no pocos santos temieron la ordenación sacerdotal.

 

El ministro ordenado representa a Nuestro Señor en medio de los fieles y actúa, en varias ocasiones, “in persona Christi”. Es imposible imaginar un título superior a éste.

 

Esta es una cuestión de candente actualidad, ya que el mayor o menor éxito de su ministerio a favor de los fieles puede depender, de modo particular, del propio sacerdote. Sabemos que los Sacramentos obran con eficacia por el poder de Cristo, produciendo la gracia por sí mismos. Sin embargo, su penetración será más o menos grande según las disposiciones interiores de quien los recibe. Y aquí es donde entra un elemento subjetivo del cual la acción pastoral del ministro ordenado juega un papel importante, porque su virtud, su fervor, su empeño por anunciar el Evangelio, en definitiva, la santidad de su vida —que es, a su vez, una forma excelente e insustituible de predicación—, puede influenciar a los fieles a la hora de recibir los Sacramentos con mejor disposición, beneficiándose más de esta manera de sus frutos.

 

¿Será eso el factor de mayor relevancia en el buen desempeño de su ministerio sacerdotal?

 

A este propósito, en la Carta para la Convocación de un Año Sacerdotal, del 16 de junio del año pasado, el Santo Padre Benedicto XVI señala que el sacerdote debe aprender de San Juan María Vianney “su total identificación con el propio ministerio”.

 

Por esa razón, el Papa desea en este Año Sacerdotal “favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual, de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio”.2

 

El tema que pretendemos abordar en estas páginas —de una importancia enorme para la vida de la Iglesia, principalmente para la misión de anunciar el Evangelio y de santificar a los fieles— es la relación que existe entre la eficacia del ministerio sacerdotal y la santidad personal de quien lo ejerce.

 

Recurriremos fundamentalmente a las enseñanzas perennes de Santo Tomás de Aquino.

 

La santidad del sacerdote, una exigencia.

 

Desde la época de la Antigua Ley la persona del sacerdote se encuentra rodeada de una dignidad que requiere una vida ejemplar. Así, en el Libro del Levítico encontramos un doble llamamiento a la santidad. Por una parte, Moisés exhorta al pueblo israelita, por mandato divino, a buscar la perfección: “Habla en estos términos a toda la comunidad de Israel: seréis santos, porque Yo, el Señor vuestro Dios, soy santo” (Lv. 19, 1). Pero a los sacerdotes se les exige la santidad con mayor razón, porque son ellos los que ofrecen los sacrificios, ejerciendo el papel de intermediarios entre Dios y el pueblo.

 

Presentarse ante el Altísimo para ejercer la tarea sacerdotal manchado por el pecado sería una afrenta al Creador. “Los sacerdotes […] estarán consagrados a su Dios y no profanarán el nombre de su Dios; porque son los que presentan las ofrendas que se queman para el Señor —el alimento de su Dios— y por eso deben ser santos” (Lv. 21, 5-6).

 

Y dado que el Antiguo Testamento es una figura del Nuevo, se comprende la necesidad de que en la Nueva Alianza la santidad alcance un grado mucho mayor. Esto se trasluce en la teología tomista que nos presenta al ministro ordenado como habiendo sido elevado a una dignidad regia, de entre los otros fieles de Cristo, porque le representa y actúa, en varias ocasiones, in persona Christi .

 

Por lo tanto, es imposible imaginar un título superior a éste. Y como está llamado a ser mediador entre Dios y los hombres, además de guía de éstos para las cosas divinas, debe serles necesariamente superior en santidad, aunque todos los bautizados también hayan sido llamados a la perfección.

 

San Alfonso de Ligorio en su obra La Selva, fundamentándose en la autoridad de Santo Tomás, esboza la figura del sacerdote como aquel que por su ministerio supera en dignidad a los propios ángeles y, por eso, está obligado a una santidad mayor, dado su poder sobre el Cuerpo de Cristo.

 

De ahí la necesidad, concluye el fundador de los redentoristas, de una dedicación integral del sacerdote a la gloria de Dios, de tal suerte que brille a los ojos del Señor en razón de su recta conciencia y a los ojos del pueblo por su buena reputación.3

 

Sobre esto la doctrina tomista aún nos recuerda esa necesidad de que los ministros del Señor lleven una vida santa: “In omnibus ordinibus requiritur sanctitas vitæ” .4 Deben, por lo tanto, sobre todo ellos, ser lo más posible semejantes a Dios mismo: “Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre que está en el Cielo” (Mt. 5, 48).

 

Conocidas son las invectivas de Jesús contra los escribas y fariseos. Lo que el Señor les recriminaba a esos hombres, tan conocedores de la Ley, era justamente el hecho de que no vivían aquello que enseñaban. Pretendían aparecer a los ojos de los demás como eximios cumplidores de los preceptos mosaicos, pero ni tenían recta intención ni verdadero amor a Dios. Sus ritos externos no eran acompañados por la compunción del corazón. Para que los sacerdotes de la Nueva Alianza no caigan en la misma desviación, es conveniente recordar el comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, donde Santo Tomás afirma: “Quienes se entregan a los ministerios divinos alcanzan una dignidad regia y deben ser perfectos en la virtud, según se lee en el Pontifical”. 5

 

De ahí que en la homilía sugerida por el rito de ordenación presbiteral esté incluida esta tocante exhortación: “Tomad conciencia de lo que hacéis y poned en práctica lo que celebráis, de modo que al celebrar el misterio de la Muerte y Resurrección del Señor, os esforcéis por mortificar vuestro cuerpo, huyendo de los vicios, para vivir una vida nueva”. 6

 

La caridad de Cristo le llevó a ofrecer su vida en holocausto en el patíbulo de la Cruz, para la redención de la humanidad. Igualmente aquellos que han sido llamados a ser mediadores entre Dios y los hombres deben ejercer su ministerio por amor, como enseña el Aquinate.

 

Por lo tanto, el sacerdote está llamado a un grado de santidad especial: “El Orden sagrado consagra para los más altos ministerios, en los cuales se sirve a Cristo en el Sacramento del altar, para lo cual se requiere una santidad interior mayor que para el estado religioso”. 7

 

El sacerdote es modelo para los fieles

 

“Santo Tomás de Aquino” - Iglesia Nuestra Señora del Rosario, del Seminario de los Heraldos del Evangelio, Caieiras (Brasil)

 

Ya que es visto por los fieles como alguien escogido por Dios para guiarlos, el ministro ordenado de be ser siempre modelo preclaro de virtud, como recomienda el Apóstol a su discípulo Tito para que él mismo sea para los demás: “Ejemplo de buena conducta, en lo que se refiere a la pureza de doctrina, a la dignidad, a la enseñanza correcta e inobjetable.

 

De esa manera, el adversario quedará confundido, porque no tendrá nada que reprocharnos” (Tt 2, 7-8).

 

En efecto, una conducta irreprochable, inflamada de caridad, dan do testimonio de la belleza de la Iglesia y de la veracidad del mensaje evangélico, hablará a las almas mucho más profunda y eficazmente que el discurso más lógico y elocuente: “El ornato del maestro es la vida virtuosa del discípulo, igual que la salud del enfermo redunda en alabanza del médico.

 

[…] Si presentamos nuestras buenas obras, será honrada la doctrina de Cristo”.8

 

Cristo es el auténtico modelo del ministro consagrado. Con Él es con quien debe configurarse el sacerdote, no sólo por el carácter sacramental, sino también por la imitación de sus perfecciones, de manera que en él los fieles puedan ver a otro Cristo.

 

Sólo de esta forma se sentirán atraídos por el buen ejemplo de su pastor y guía. Por causa de la sociable naturaleza del hombre, la buena reputación resultante de la virtud conduce a los demás a la imitación. Así, mientras más semejanza con Cristo encuentren los fieles en los ministros de Dios, tanto más fácilmente se dejarán guiar por ellos. Y su ministerio, por lo tanto, será más eficaz.

 

La sacralidad del sacerdote.

 

Un elemento conexo al buen ejemplo es la proporcionada respetabilidad de la cual debe rodearse el ministro de Dios —no sólo por su comportamiento ejemplar, sino también por su porte, su manera de ser y su vestimenta— para que su actuación ejerza más influencia en el alma de los fieles.

 

En efecto, incluso en nuestros días, la experiencia cotidiana nos revela la impresionante admiración que provoca el religioso o sacerdote que se presenta como tal. Esta respetabilidad, que a algunos les puede parecer artificialidad, acaba siendo un valioso auxilio para el propio ministro, pues contribuye a que siempre tenga presente en su espíritu la alta dignidad de la que fue investido, la cual ha impreso carácter en su alma para toda la eternidad. Además que es, a la vez, una saludable protección contra las incontables seducciones del mundo.

 

La Santa Misa, fuente de la santidad sacerdotal.

 

En este Año Sacerdotal, iniciado con ocasión del 150 aniversario de la muerte del Santo Cura de Ars, modelo de sacerdote, viene a propósito recordar la entrañable y ardorosa devoción que él tenía por la Santa Misa: “Si conociéramos el valor de la Misa, moriríamos. Para celebrarla dignamente, el sacerdote debería ser santo. Cuando estemos en el Cielo, entonces veremos lo que es la Misa, y cómo tantas veces la hemos celebrado sin la debida reverencia, adoración, recogimiento”.9

 

En el decreto Presbyterorum ordinis, el Concilio Vaticano II, en perfecta armonía con la doctrina tomista, resume de forma admirable la centralidad de la Eucaristía en la vida espiritual del sacerdote, como siendo su principal medio de santificación.

 

Seguidamente recuerda que es a través del ministerio ordenado cuando el sacrificio espiritual de los fieles se consuma en unión con el sacrificio de Cristo, ofrecido en la Eucaristía de modo incruento y sacramental.

 

Y afirma que “a este sacrificio se orde na y en él culmina el ministerio de los presbíteros. Porque su servicio, que surge del mensaje evangélico, toma su naturaleza y eficacia del sacrificio de Cristo”.10 Lo que equivale a decir que el sacerdote vive para la Celebración Eucarística y de ella es de donde debe sacar fuerzas para progresar en la práctica de la virtud.

 

Garrigou-Lagrange sintetiza con precisión esta doctrina: “El sacerdote debe considerarse ordenado principalmente para ofrecer el Sacrificio de la Misa. En su vida, este Sacrificio es más importante que el estudio y las obras exteriores de apostolado. Efectivamente, su estudio debe ordenarse al conocimiento cada vez más profundo del misterio de Cristo, supremo Sacerdote, y su apostolado debe derivar de la unión con Cristo, Sacerdote principal”.11

 

Royo Marín, cuando comenta la exhortación del Pontifical Romano que el obispo hace a los ordenandos, afirma enfáticamente que la Santa Misa es “la función más alta y augusta del sacerdote de Cristo”.12 E inmediatamente después, conocedor de las múltiples ocupaciones pastorales de un sacerdote, que le pueden desviar fácilmente del núcleo de su vocación de mediador entre Dios y los hombres, refuerza la misma idea con encendidas palabras de celo sacerdotal: “El sacerdote lo es, ante todo y sobre todo, para glorificar a Dios mediante el ofrecimiento del Santo Sacrificio de la Misa”.13

 

Benedicto XVI cuando trata sobre la vocación y espiritualidad sacerdotales, bajo una perspectiva pastoral, afirma: “La Celebración Eucarística es el acto de oración más grande y más elevado, y constituye el centro y la fuente de la que reciben su ‘savia' también las otras formas: la Liturgia de las Horas, la adoración eucarística, la lectio divina , el santo Rosario y la meditación”.14

 

“La Celebración Eucarística es el acto de oración más grande y más elevado, y constituye el centro y la fuente de la que reciben su ‘savia’ también las otras formas: la Liturgia de las Horas, la adoración eucarística, la lectio divina, el santo Rosario y la meditación”

 

La eficacia del ministerio sacerdotal.

 

Como hemos visto anteriormente, la santidad de vida del sacerdote, como ejemplo para los fieles de Cristo, es un potente elemento para conducirlos a la perfección. Bien señala Dom Chautard que a un sacerdote santo le corresponde un pueblo fervoroso; a un sacerdote fervoroso, un pueblo piadoso; a un sacerdote piadoso, un pueblo honesto; a un sacerdote honesto, un pueblo impío. 15 Grande es, pues, el papel de la virtud del ministro para el éxito de su ministerio.

 

Por lo que respecta a la aplicación del valor de la Santa Misa, con finalidad propiciatoria, lo que se puede hablar es de su eficacia subjetiva, que depende de las disposiciones de quien la celebra y de aquellos por quienes es aplicada, como explica Santo Tomás: “Aunque esta oblación, por la grandeza de lo ofrecido, sea suficiente para satisfacer toda la pena, se hace satisfactoria, no obstante, sólo para aquellos por quienes se ofrece, o para aquellos que lo ofrecen, según la medida de su devoción, y no por toda la pena a ellos debida”.16

 

Albert Raulin, a propósito de esta cita del Doctor Angélico, comenta lo siguiente: “Sería perniciosa ilusión creer que el ofertante está dispensado del fervor, bajo pretexto de que Cristo, ofreciéndose en la Misa, satisface plenamente por todos los pecados del mundo”.17

 

Ante estas realidades el sacerdote tiene dos grandes deberes. Uno para consigo mismo y otro para con el pueblo, pues ambos se benefician de los frutos de la Santa Misa, especialmente el celebrante, según sea su grado de fervor o devoción.18

 

De esta forma corresponderá a la altísima dignidad de su ministerio, según decía el Santo Cura de Ars: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote.

 

¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo?

 

El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... él mismo sólo lo entenderá en el Cielo”.19

 

La voz de la Cátedra de Pedro.

 

Llegado al término de este trabajo, en lugar de recapitular la materia tratada, como sería de praxis en el mejor de los estilos académicos, nos parece una actitud más filial para con la Cátedra de Pedro recordar aquí, a título de conclusión, algunos puntos importantes de recientes documentos del Magisterio Pontificio a cerca del sacerdocio.

 

No deja de ser conmovedor que en su última Carta a los Sacerdotes, en el año 2005, el Papa Juan Pablo II deseara centrar ese documento sobre las palabras de la Consagración, como si quisiera resaltar que el auge de su vida sacerdotal se aproximaba, con el ofrecimiento de su propio sacrificio, por la total donación de su vida unida al sacrificio de Cristo. Ofrecimiento recomendado por el actual Pontífice en la Carta para la Convocación de un Año Sacerdotal, citando estas palabras del Santo Cura de Ars: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”

 

Empezaba Juan Pablo II esa última Carta suya recordando, efectivamente, que “puesto que toda la Iglesia vive de la Eucaristía, la existencia sacerdotal ha de tener, por un título especial, ‘forma eucarística'”.20

 

Es indispensable que el sacerdote ofrezca, para salvar a aquellos que le han sido confiados, su propio sacrificio, unido al de Cristo, a ejemplo de San Pablo: “Ahora me alegro de poder sufrir por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1, 24). Es de esa manera que las palabras de la Consagración se transforman en “fórmula de vida”, como el ejemplo que nos dio el Siervo de Dios Juan Pablo II. Enseñanza ésta recordada también por su sucesor, Benedicto XVI: “Las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el ‘alto precio' de la Redención”.21

 

No podemos dejar, finalmente, de evocar el papel insustituible de la Madre de Dios en la vida sacerdotal.

 

“¿Quién puede hacernos gustar la grandeza del misterio eucarístico mejor que María? Nadie como Ella puede enseñarnos con qué fervor se han de celebrar los santos Misterios y como hemos de estar en compañía de su Hijo escondido bajo las especies eucarísticas”.22

 

Nos enseña aún este Papa tan mariano, que fue Juan Pablo II, en su Encíclica Ecclesia de Eucaristia: “En el ‘memorial' del Calvario está presente todo lo que Cristo ha llevado a cabo en su Pasión y Muerte.

 

Por tanto, no falta lo que Cristo ha realizado también con su Madre para beneficio nuestro. En efecto, le confía al discípulo predilecto y, en él, le entrega a cada uno de nosotros: ‘¡He aquí a tu hijo!'. Igualmente dice también a todos nosotros: ‘¡He aquí a tu madre!' (cf. Jn. 19, 26-27)”.

 

Procuremos especialmente estar unidos, en este Año Sacerdotal, al sacrificio de Cristo con el espíritu de María, el que hizo de toda su existencia una Eucaristía anticipada, preparándose día a día para la entrega suprema en el Calvario.

 

(Fragmentos extraídos del estudio preparado para la Pontificia Congregación para el Clero, con ocasión del Año Sacerdotal – Texto íntegro en www.annussacerdotalis.org, área “Estudios”)

 

1 Cf. GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. De Sanctificatione sacerdotum, secundum nostri temporis exigentias . Roma: Marietti, 1946, pp 66-67.

2 BENEDICTO XVI. Discurso a la Congregación para el Clero , 16/03/2009.

3 Cf. SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO. A Selva. Porto: Fonseca, 1928, p. 6. El autor remite a los siguientes apartados de las obras de Santo Tomás: Summa Theologiae, III, q.22, a.1, ad.1; Super Heb . c.5, lec. 1; Summa Theologiae, II-II, q.184, a.8; Summa Theologiae, Supl. q.36, a.1.

4 SANCTUS THOMAS AQUINAS , Summa Theologiae, Supl . q.36, a.1.

5 SANCTUS THOMAS AQUINAS. IV Sent. d.24, q.2.

6 PONTIFICAL ROMANO. Rito de Ordenação de Diáconos, Presbíteros e Bispos , n.123. São Paulo: Paulus, 2004.

7 SANCTUS THOMAS AQUINAS , Summa Theologiae, II-II, q.184, a.8., Resp.

8 Super Tit. c.2, lec.2.

9 Apud GARRIGOU-LAGRANGE, OP, Réginald. De unione sacerdotis cum Christo sacerdote et victima . Roma: Marietti, 1948, p. 42.

10 Presbyterorum ordinis , n. 2.

11 GARRIGOU-LAGRANGE, OP, op. cit . , p. 38.

12 ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología de la Perfección Cristiana . Madrid: BAC, 2001, p. 848.

13 Ídem, ibídem.

14 BENEDICTO XVI. Homilía en la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones , 3/5/2009.

15 Cf. CHAUTARD, OCSO, Jean-Baptiste. A Alma de todo o apostolado . Porto: Civilização, 2001, p. 34-35.

16 SANCTUS THOMAS AQUINAS, Summa Theologiae, III, q.79, a.5, Resp.

17 In: SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica . São Paulo: Loyola, 2006, v.IX, p. 358.

18 Cf. ROYO MARÍN, OP, Antonio. Teología Moral para Seglares . Madrid: BAC, 1994, v.II, p. 158.

19 Palabras de San Juan María Vianney, citadas por el Papa Benedicto XVI en la Carta para la Convocación de un Año Sacerdotal , de 16/6/2009.

20 JUAN PABLO II. Carta a los Sacerdotes , n.1, 13/03/2005.

21 BENEDICTO XVI. Carta para la Convocación de un Año Sacerdotal , 16/6/2009.

22 JUAN PABLO II. Op. cit. , n.8, 13/3/2005.

? 2008 2008 Associação Arautos do Evangelho do Brasil.  

 

Conviene recordar que todos los bautizados ejercen un sacerdocio real por el cual participan del sacerdocio único y perfecto de Cristo (Sal.  110, 4; Ex. 19, 6; I Ped. 2, 9; Rm. 12, 1-2).

 

Así, cada bautizado participa de la redención de Cristo desde el volver a nacer, como hijo de Dios, como sacerdote y el vivir una nueva vida en la gracia y en la santidad y, al mismo tiempo, ofrecer con ello el culto de adoración que Dios quiere, en espíritu y en verdad, que es el de Cristo cuando obedeciendo hasta la muerte al Padre, redime al hombre en la Cruz y vuelve a crearlo todo (Jn. 1, 1-18; 3, 1-21;  4, 23-24).

 

El sacerdocio ministerial proviene del de Cristo, que quiere servir al hombre al celebrar la Eucaristía, su propia muerte y resurrección  y perdonar los pecados. Este mandato solamente lo dio a sus apóstoles, quienes celebran el ministerio, pero es el mismo Cristo quien lo realiza y comunica su propia vida al que imparte y al que recibe (Jn. 20, 21-23; Lc. 22, 17-19; Jn. 6: 41, 51, 53-58).

 

En este sentido, el sacerdote, en cuanto hombre, por Cristo, con Él y en Él, se configura con Cristo y es el mismo Cristo que se ofrece en el único sacrificio eterno, redentor y de adoración al Padre, ya que se hace objeto y sujeto de la recreación de todo en espíritu y en verdad, de la redención del hombre, su verdadera creación con la que Dios lo hace a su imagen y semejanza en el seno virginal de María, desde el cual misteriosamente el cristiano se configura con Cristo, porque ella es la única que tiene el oficio de proporcionar la humanidad a Cristo y  a Cristo a la humanidad.

 

El sacerdote viene a ser el perfecto redimido y corredentor. Participa en sobremanera del único y exclusivo suprasacerdocio de la santísima virgen María, ya que con su ministerio, el mismo Cristo le dio el poder de engendrarlo bajo las especies de pan y vino, y de ofrecerlo en el sacrificio del altar con la certeza absoluta de que el Padre eterno lo recibe  y repartirlo a todos los hombres para que tengan su misma vida divina, con lo que consuman el mandato de Cristo de ser comido, para lo cual antes tiene que ser servido en una mesa. Asimismo, ejercen el poder redentor de Cristo de perdonar pecados. Con su ejercicio y la predicación, son operarios de la construcción del cuerpo místico de Cristo, hasta que regrese glorioso para juzgar a vivos y muertos.

 

Conviene en este capítulo reproducir la exposición de San Alfonso María de Ligorio: LA DIGNIDAD Y SANTIDAD SACERDOTAL.

(Ver:  http://www.corazones.org/sacramentos/orden_sac/dignidad_sacerdotal.htm)

 

Capitulo III

DE LA SANTIDAD QUE HA DE TENER EL SACERDOTE

 

I. Cuál debe ser la santidad del sacerdote por razón de su dignidad.

 

Grande es la dignidad de los sacerdotes, pero no menor la obligación que sobre ellos pesan. Los sacerdotes suben a gran altura, pero se impone que a ella vayan y estén sostenidos por extraordinaria virtud; de otro modo, en lugar de recompensa se les reservará gran castigo, como opina San Lorenzo Justiniano (...). San Pedro Crisólogo dice a su vez que el sacerdocio es un honor y es también una carga que lleva consigo gran cuenta y responsabilidad por las obras que conviene a su dignidad (...).

 

Todo cristiano ha de ser perfecto y santo, porque todo cristiano hace profesión de servir a un Dios Santo. Según San León, cristiano es el que se despoja del hombre terreno y se reviste del hombre celestial (...). Por eso dijo Jesucristo: Seréis, pues, vosotros, perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto [Mt 5, 48]. Pero la santidad del sacerdote ha de ser distinta de la del resto de los seglares, observa San Ambrosio (...), y añade que así como la gracia otorgada a los sacerdotes es superior, así la vida del sacerdote tiene que sobrepujar en santidad a los seglares (...) y San Pedro Pelusio afirma que entre la santidad del sacerdote y la del seglar ha de haber tanta distancia como del cielo a la tierra (...).

 

Santo Tomás enseña que todos estamos obligados a observar cuantos deberes van anejos al estado elegido. Por otra parte, el clérigo dice San Agustín está obligado a aspirar la santidad (...). Y Casiodoro escribe: “El eclesiástico está obligado a vivir una vida celestial” “El sacerdote está obligado a mayor perfección mayor perfección que el que no lo es”, como asegura Tomás de Kempis (...), pues su estado es más sublime que todos los demás. Y añade Salviano que Dios aconseja la perfección a los seglares, al paso que la impone a los clérigos (...).

 

Los sacerdotes de la antigua ley llevaban escritas estas palabras en la tiara que coronaba su frente: SANTIDAD PARA YAHVEH (Ex 39, 29), para recordar la santidad que debían confesar. Las víctimas que ofrecían los sacerdotes habían de consumirse completamente. ¿Por qué? Pregunta Teodoreto, y responde. “Para inculcar a aquellos sacerdotes la integridad de la vida que han de tener los que se han consagrado completamente a Dios (...). Decía San Ambrosio que el sacerdote, para ofrecer dignamente el sacrificio, primero se ha de sacrificar a sí propio, ofreciéndose enteramente a Dios (...). Y Esiquio escribe que el sacerdote debe ser un continuo holocausto de perfección, desde la juventud a la muerte (...). Por eso decía Dios a los sacerdotes de la antigua ley: “Os he separado entre los pueblos para que seáis míos (Lev 20, 26). Con mayoría de razón en la Ley nueva quiere el Señor que los sacerdotes dejen a un lado los negocios seculares y se dediquen solo a complacer a Dios a quien se ha dedicado: “que se dedica a la milicia se ha de enredar en los negocios de la hacienda, a fin de contentar al que lo alistó en el ejército” [2 Tm 2, 4). Y es precisamente la promesa que la Iglesia exige de los que ponen el pie en el santuario por medio de la tonsura: hacerles declarar que en adelante no tendrán más heredad que a Dios: “El Señor es la parte de mi heredad y mi copa. Tú mi suerte tienes (Salmo 15 5). Escribe San Jerónimo que “Hasta el mismo traje talar y el propio estado claman y piden la santidad de la vida” (...). De aquí que el sacerdote no solo has de estar alejado de todo vicio, sino que se debe esforzar continuamente por llegar a la perfección, que es aquella a que sólo pueden llegar los viadores (...).

 

(...). Deplora San Bernardo el ver tantos como corren a las órdenes sagradas sin considerar la santidad que se requiere en quienes quieren subir a tales alturas Y San Ambrosio escribe: “Búsquese quien pueda decir: El Señor es mi herencia, y no los deseos carnales, las riquezas, la vanidad” (...). El Apóstol San Juan dice: Hizo de nosotros un reino, sacerdotes para el Dios y Padre suyo (Apoc 1, 6). Los interpretes (Menoquio, Gagne y Tirino) explican la palabra, diciendo que los sacerdotes son el reino de Dios, porque en ellos reina Dios en esta vida con la gracia y en la otra con la gloria; o también porque son reyes para resinar sobre los vicios. Dice San Gregorio que  “el sacerdote ha de estar muerto al mundo y a todas las pasiones para vivir una vida por completo divina” (...) El sacerdocio actual es el mismo que Jesucristo recibió de su Padre (Jn 17, 22); por lo tanto, exclama San Juan Crisóstomo: “Si el sacerdote representa a Jesucristo, ha de ser lo suficientemente puro que merezca estar en medio de los ángeles (...).

 

San Pablo exige del sacerdote tal perfección que esté al abrigo de todo reproche: “Es necesario que el obispo sea irreprensible (1 Tm 3, 2). Aquí, por obispo pasa el santo a hablar de los diáconos: Que los diáconos, asimismo sean respetable (Ib 8), sin nombrar a los sacerdotes; de donde se deduce que el Apóstol tenía la idea de comprender al sacerdote bajo el nombre de obispo, como lo entienden precisamente San Agustín y San Juan Crisóstomo, que opina que lo que aquí se dice de los obispos se aplica también a los sacerdotes (...). La palabra 'rreprehensibilem' todos con San Jerónimo están de acuerdo en que significa poseedor de todas la virtudes (...).

 

Durante once siglos estuvo excluido del estado de clérigo todo el que hubiera cometido un solo pecado mortal después del bautismo, como lo recuerdan los concilios de Nicea (Can. 9, 10), de Toledo (1can. .2), de Elvira (Can. 76) y de Cartago (Can .68). Y si un clérigo después de las ordenes sagradas caía en pecado, era depuesto para siempre y encerrado en un monasterio, como se lee en muchos cánones (Cor, Iu. Can, dist. 81); y he aquí la razón aducida: porque la santa Iglesia quiere en todas las cosas lo irreprensible. Quienes no son santos no deben tratar las cosas santas (...). Y en el concilio de Cartago se lee: “Los clérigos que tienen por heredad al Señor han de vivir apartado de la compañía del siglo”. Y el concilio Tridentino va aún más lejos cuando dice que “los clérigos han de vivir de tal modo que su habito, maneras, conversaciones, etc., todo sea grave y lleno de unción (...). Decía San Crisóstomo que “el sacerdote ha de ser tan perfecto que todos lo puedan contemplar como modelo de santidad, porque para esto puso Dios en la tierra a los sacerdotes, para vivir como ángeles y ser luz y maestros de virtud para todos los demás” (...). El nombre de clérigo, según enseña san Jerónimo, significa que tiene a Dios por su porción; lo que le hace decir que el clérigo se penetre de la significación de su nombre y adapte a él su conducta (...) y si Dios es su porción, viva tan solo para Dios (...).

 

El sacerdote es ministro de Dios, encargado de desempeñar dos funciones en extremo nobles y elevadas, a saber: honrarlo con sacrificios y santificar las almas. Todo pontífice escogido de entre los hombres es constituido en pro de los hombres, cuanto a las cosas que miran a Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados [Hebr. 5, 1]. Santo Tomás escribe acerca de este texto: “Todo sacerdote es elegido por Dios y colocado en la tierra para atender no a la ganancia y riquezas , ni de estimas, ni de diversiones, ni de mejoras domesticas, sino a los interés de la gloria de Dios” (In Hebr., 5, lect. I). Por eso las escrituras llaman al sacerdote hombre de Dios [1 Tm 6, 11], hombre que no es del mundo, ni de sus familiares, ni siquiera de sí propio, sino tan solo de Dios, y que no busca más que a Dios. A los sacerdotes se aplican, por tanto las palabras de David: Tal de los que le buscan es la estirpe (Sal 25, 6); esta es la estirpe de los que busca a Dios solamente. Así como en el cielo destinó Dios ciertos ángeles que asistiesen a su Trono, así en la tierra, entre los demás hombres, destinó a los sacerdotes para procurar su gloria. Por esto les dice el Levítico Os he separado de entre los pueblos para que seáis míos [Lev 20, 26]. San Juan Crisóstomo dice: “Dios nos eligió para que seamos en la tierra como ángeles entre los hombres” (...).

 

Y el mismo Dios dice: En los cercanos a mí me mostraré que soy santo [Lev 10, 3]; es decir, como añade el interprete “Mi santidad será conocida por la santidad de mis ministros”.

 

Cual debe ser la santidad del sacerdote como ministro del altar. Dice santo Tomas que de los sacerdotes se exige mayor santidad de los simples religiosos por razón de las sublimes funciones que ejercen, especialmente en la celebración del sacrificio de la misa: “Porque, al recibir las ordenes sagradas, el hombre se eleva al ministerio elevadísimo en que ha de servir a Cristo en el sacramento del altar, cosa que se requiere mayor santidad que la del religioso que no está elevado a la dignidad del sacerdocio. Por lo que añade, en igualdad de circunstancia el sacerdote peca más gravemente que el religioso que no lo es” (...). Célebre la sentencia de San Agustín “No por ser buen monje es uno buen clérigo” (...); de lo que sigue que ningún clérigo puede ser tenido por bueno si no sobrepuja en virtud al monje bueno.

 

Escribe San Ambrosio que “el verdadero ministro del altar ha nacido para Dios y no para sí (...). Es decir, que el sacerdote ha de olvidarse de sus comodidades, ventajas y pasatiempos, para pensar en el día en que recibió el sacerdocio, recordando desde entonces ya no es suyo, sino de Dios, por lo que no debe ocuparse más que en los intereses de Dios. El Señor tiene sumo empeño en que los sacerdotes sean santos y puros, para que puedan presentarse ante Él libres de toda mancha cuando se le acerquen a ofrecerle sacrificios: Se sentarán para fundir y purificar la plata y purificará a los hijos de Leví, los acrisolará como el oro y la plata y luego podrán ofrecer a Yahveh oblaciones con justicia [Mal. 3, 3]. Y en el Levítico se lee: Permanecerán santos para su Dios y no profanarán el nombre de su divinidad, pues son ellos quienes ha de ofrecerlos sacrificios ígneos a Yahveh, alimento de su Dios; por eso han de ser santos [Lev 21, 6]. De donde se sigue que si los sacerdotes de la antigua ley solo porque ofrecían a Dios el incienso y los panes de la proposición, simple figura del Santísimo sacramento del altar, habían de ser santos, ¡con cuánta mayor razón habrán de ser puros y santos los sacerdotes de la nueva (ley), que ofrecen a Dios el Cordero Inmaculado, su mismísimo Hijo! “Nosotros no ofrecemos, dice Escío, corderos e incienso, como los sacerdotes de la antigua Ley, sino el mismo Cuerpo del Señor, que pendió en el ara de la cruz, y por eso se nos pide la santidad, que consiste en la pureza del corazón, son la cual se acercaría uno inmundo” (...) al altar. Por eso decía Belarmino: “Desgraciado de nosotros, que, llamados a tan altísimo ministerio, distamos tanto del fervor que exigía el Señor de los sacerdotes de la antigua Ley (...).

 

Hasta quienes habían de llevar los vasos sagrados quería el Señor que estuviesen libres de toda mancha (...), pues “¡cuánto más puros han de ser los sacerdotes que lleven en sus manos y en el pecho a Jesucristo!”, dice Pedro de Blois (...). Ya san Agustín había dicho: “No debe ser puro tan solo quien ha de tocar los vasos de oro, sino también aquellos en quien se renueva la muerte del Señor. La Santísima Virgen María hubo de ser santa y pura de toda mancha porque hubo de llevar en su seno al Verbo encarnado y tratarlo como Madre: y según esto, exclama San Juan Crisóstomo, “¿no se impone que brille con santidad más fúlgida que el sol la mano del sacerdote, que toca la carne de un Dios, la boca que respira fuego celestial y la lengua que se enrojece con la sangre de Jesucristo?” (...). El sacerdote hace en el altar las veces de Jesucristo, por lo que, como dice San Lorenzo Justiniano, “debe acercarse a celebrar como el mismo Jesucristo, imitando en cuanto sea posible su santidad (...). ¡Qué perfección requiere en la religiosa su confesor para permitirle comulgar diariamente!, y ¿por qué no buscará en sí mismo tal perfección el sacerdote, que comulga también a diario?

 

Hasta aquí la cita.

III. El sacerdote y los niños...