VI. El sacerdote y el pecado
Conviene
en este capítulo reproducir la exposición de San Alfonso María de Ligorio:
LA DIGNIDAD Y SANTIDAD SACERDOTAL.
Capitulo IV
DE LA GRAVEDAD DE LOS PECADOS DEL SACERDOTE
I. GRAVEDAD DE LOS PECADOS DEL SACERDOTE
Gravísimo es el pecado del sacerdote, porque peca a plena luz, ya que pecando sabe bien lo que hace. Por esto
decía Santo Tomás que el pecado de los fieles es más grave que el de los infieles, “precisamente porque conocen la verdad”
(...). El sacerdote está de tal modo instruido en la ley, que la enseña a los demás: Pues los labios del sacerdote deben guardar
la ciencia, y la doctrina han de buscar su boca [Malaquías 2, 7]. Por esta razón dice San Ambrosio que el pecado de quien
conoce la ley es en extremo grande, no tiene la excusa de la ignorancia (...). Los pobres seglares pecan, pero pecan en medio
de las tinieblas, del mundo, alejados de los sacramentos, poco instruidos en materia espiritual; sumergidos en los asuntos
temporales y con el débil conocimiento de Dios, no se dan cuenta de lo que hacen pecando, pues “flechan entre las sombras”
[Sal 10, 3], para hablar con el lenguaje de David. Los sacerdotes, por el contrario están tan llenos de luces, que son antorchas,
destinadas a iluminar a los pueblos. Vosotros sois la luz del mundo [Mt 5, 14].
A la verdad, los sacerdotes han de estar muy instruidos al cabo de tanto libro leído, de tantas predicaciones
oídas, de tantas reflexiones meditadas, de tantas advertencias recibidas de sus superiores; en una palabra, que a los sacerdotes
se les ha dado conocer a fondo los divinos misterios [Lc 8, 10]. De aquí que sepan perfectamente cuánto merece Dios ser amado
y servido y conozcan toda la malicia del pecado mortal enemigo tan opuesto de Dios, que, si fuera capaz de destrucción, un
solo pecado mortal, lo destruiría, según dice San Bernardo: “El pecado tiende a la destrucción de la bondad divina”
(...); y en otro lugar; “El pecado aniquila a Dios en cuanto puede” (ib). De modo que como dice el autor de la
“Obra imperfecta”, el pecado hace morir a Dios en cuanto depende de su voluntad (...). En efecto, añade el P.
Medina “el pecado mortal causa tanta deshonra y disgusto a Dios, que si fuera susceptible a la tristeza, lo haría morir
de dolor” (...).
Harto conocido es esto del sacerdote y la obligación que sobre él pesa, como sacerdote, de servirle y amarla,
después de tantos favores de Dios recibidos. Por esto, “cuanto mejor conoce la enormidad de la injuria, hecha a Dios
por el pecado, tanto crece de punto de gravedad de su culpa”, dice San Gregorio.
Todo pecado del sacerdote es pecado de malicia como lo fue el pecado de los ángeles, que pecaron a plena luz.
“Es un ángel del Señor, dice San Bernardo, es pecado contra el cielo (...). Peca en medio de la luz, por lo que su pecado,
como se ha dicho, es pecado de malicia, ya que no puede alegar ignorancia, pues conoce el mal del pecado mortal, ni puede
alegar flaqueza, pues conoce los medios para fortalecerse, si quiere y si no lo quiere, suya es la culpa: Cuerdo dejó de ser
para obrar bien [Salmo 35, 4]. “Pecado de malicia, enseña santo Tomás, es el que se comete a sabiendas (...); y en otro
lugar afirma que “todo pecado de malicia es pecado contra el Espíritu Santo, dice San Mateo no se (le) perdonará ni
en este mundo ni en el venidero [Mt 12, 32]; y quiere con ello significar que tal pecado será difícilmente perdonado, a causa
de la ceguera que lleva consigo, por cometerse maliciosamente.
Nuestro Salvador rogó en la cruz por sus perseguidores diciendo: Padre, perdónalo porque no saben lo que hacen
[Lc 23, 34]; y esta oración no vale a favor de los sacerdote malos, sino que, al contrario, los condena, pues los sacerdotes
saben lo que hacen. Se lamentaba Jeremías, exclamando: ¡Ay, como se ha oscurecido el oro, ha degenerado el oro mejor! [Lam.
4, 1]. Este oro degenerado, dice el cardenal Hugo, es precisamente el sacerdote pecador, que tendría que resplandecer de amor
divino, y con el pecado se trueca en negro y horrible de ver, hecho objeto de honor hasta el mismo infierno y más odioso a
los ojos de dos que el resto de los pecadores, San Juan Crisóstomo dice que “el Señor nunca es tan ofendido como cuando
le ofenden quienes están revestidos de la dignidad sacerdotal” (...).
Lo que aumenta la malicia del pecado del sacerdote es la ingratitud con que paga a Dios después de haberlo exaltado
tanto. Enseña Santo Tomas que el pecado crece de peso y proporción de la ingratitud. “Nosotros mismo, dice San Basilio,
por ninguna ofensa nos sentimos tan heridos como la que nos infieren nuestros amigos y allegados (...). San Cirilo llama precisamente
a los sacerdotes: familiares intimo de Dios. “¿Cómo pudiera Dios exaltar más al hombre que haciéndolo sacerdote?”,
pregunta san Efrén. ¿Qué mayor nobleza, qué mayor honor puede otorgarle de las almas y dispensador de los sacramentos? Dispensadores
de la casa real llama San Prospero a los sacerdotes. El Señor eligió al sacerdote, entre tantos hombres, para que fuera su
ministro y para que ofreciese sacrificio a su propio Hijo [Eclo 45, 20]. Le dio omnímodo sobre el Cuerpo de Jesucristo; le
puso en las manos las llaves del paraíso; lo enalteció sobre todos los reyes de la tierra y sobre todos los ángeles del cielo,
y, en una palabra, lo hizo Dios en la tierra. Parece que Dios dice solamente al sacerdote: “¿Qué más cabía hacer a mi
viña que yo no hiciera con ella?” [Is 5, 4]. Además, ¡qué horrible ingratitud, cuando el sacerdote tan amado de Dios
le ofende en su propia casa! ¿Qué significa mi amado en mi casa mientras comete maldades? [Jer 11, 15], pregunta el Señor
por boca de Jeremías. Ante esta consideración, se lamenta San Gregorio diciendo: “¡Ah Señor!”, que los primeros
en perseguirnos son los que ocupan el primer rango en vuestra Iglesia (...).
Precisamente de los malos sacerdote parece se queja el Señor cuando clama al cielo y a la tierra para que sean
testigos de la ingratitud de sus hijos para con Él: Escuchad cielos, y presta oído tierra, pues es Yahveh quien habla; hijos
he criado y engrandecido, pero se han rebelado contra mí [1S 1, 2]. ¿Quiénes, en efecto, son estos hijos más que los sacerdotes,
que habiendo sido sublimados por Dios a tal altura y alimentados en su mesa con su misma carne, se atrevieron luego a despreciar
su amor y su gracia? También de esto se quejó el Señor por boca de David con estas palabras: Si afrentados me hubiera un enemigo
yo lo soportaría [Salmo 54, 3]. Si un enemigo mío, un idolatra, un hereje, un seglar, me ofendiera, todavía lo podría soportar;
pero ¿cómo habré de poder sufrir el verme ultrajado por ti, sacerdote, amigo mío y mi comensal? Mas fuiste tú el compañero
mío, mi amigo y confidente; con quien en dulce amistad me unía [Sal 54, 14.15]. Se lamentaba de esto Jeremías, diciendo: “Quienes
comían manjares delicados han perecido por las calles: los llevados envueltos en púrpura abrazaron las basuras [1 Pedro 11,
9; Ex 19, 6]. ¡Qué miseria y que horror!, exclama el profeta; el que se alimentaba con alimentos celestiales y vestía de púrpura,
se vio luego cubierto de un manto manchado por los pecados, alimentándose de basuras estercolares... Y San Juan Crisóstomo,
o sea el autor de la “Obra imperfecta”, añade: Los seglares se corrigen fácilmente, en cuanto que los sacerdotes,
si son malos, son a la vez incorregibles.
II. CASTIGOS DEL PECADO DEL SACERDOTE
Consideremos ahora el castigo reservado al sacerdote pecador, castigo que ha de ser proporcionado a la gravedad
de su pecado. Mandará lo azoten en su presencia con golpes de número proporcionado a su culpabilidad [Deut 25, 2], dice el
Señor en el Deuteronomio. San Juan Crisóstomo tiene ya por condenado al sacerdote que durante el sacerdocio comete un solo
pecado mortal: “Si pecas siendo hombre particular, tu castigo será menor, pero si pecas siendo sacerdote estás perdido”.
Y a la verdad que son por boca de Jeremías contra los sacerdotes pecadores: Porque incluso el profeta y el sacerdote se han
hecho impíos; hasta en mi propia casa he descubierto su maldad, declara Yahveh. Por esto su camino será para ellos resbaladero
en tinieblas: serán empujados y caerán en él [Jer. 23, 11-12]. ¿Qué esperanza de vida daríais, sobre un terreno resbaladizo,
sin luz para ver donde pone el pie mientras, de vez en cuando, le dieran fuertes empujones para hacerlo despeñar? Tal es el
desgraciado estado en que se halla el sacerdote que comete un pecado mortal. Resbaladero en tinieblas: el sacerdote, al pecar
pierde la luz y queda ciego: Mejor les fuera, dice San Pedro, no haber conocido el camino de la justicia que, después de haberlo
conocido, volverse atrás de la ley santa a ellos enseñada [2 Petr. 2, 21]. Más le valdría al sacerdote que peca ser un sencillo
aldeano ignorante que no entendiese de letras. Porque después de tantos sermones oídos y de tantos directores, y de tantas
luces recibidas de Dios, el desgraciado, al pecar y hollar bajo sus plantas todas las gracias de Dios recibidas, merece que
la luz que le ilustró no sirva más que para cegarlo y perderlo en la propia ruina. Dice San Juan Crisóstomo que “a mayor
conocimiento corresponde mayor castigo, añade que por eso el sacerdote las mismas faltas que sus ovejas no recibirá el mismo
castigo, sino mucho más duro” (...).
El sacerdote cometerá el mismo pecado que muchos seglares, pero su castigo será mucho mayor y quedará más obcecado
que esos seglares, siendo castigado precisamente como lo anuncia el profeta: Escuchad, pero sin comprender, y ver, más sin
entender [Lc 8, 10]. Esto es lo que nos enseña la experiencia, dice el autor de la “Obra imperfecta”: “El
seglar después del pecado se arrepiente”. En efecto, si asiste a una misión, oye algún sermón fuerte, o medita las verdades
eternas acerca de la malicia del pecado, de la certidumbre de la muerte, del rigor del juicio divino o de las penas del infierno,
entra fácilmente en sí mismo y vuelve a Dios, porque, como dice el Santo, “esas verdades le conmueven y le aterran como
algo nuevo”, al paso que al sacerdote que ha pisoteado la gracia de Dios y todas las gracias de Él recibida, ¿qué impresión
le pueden causar las verdades eternas y las amenazas de las divinas Escrituras? Todo cuanto encierra la Escritura, continua
el mismo autor, todo para él está gastado y sin valor; por lo que concluye que no hay cosa más imposible que esperar la enmienda
del que lo sabe todo y, a pesar de ello peca (...). “Muy grande es, dice San Jerónimo, la dignidad del sacerdote, pero
muy grande es también su ruina si en semejante estado vuelve la espalda a Dios” (...). “Cuánto mayor es la altura
a que le sublimó Dios, dice San Bernardo, tanto mayor será el precipicio” (...). “Quien se cae del mismo suelo,
dice san Ambrosio, no se suele hacer mucho daño, pero quien cae de lo alto no se dice que cae, sino que se precipita, y por
eso la caída es mortal” (...). Alegrémonos, dice San Jerónimo, nosotros los sacerdotes, al vernos en tal altura, pero
temamos por ello tanto más la caída” [In Ez. 44].
Diríase que Dios habla a solos sacerdotes cuando dice por boca de Isaías: Te había colocado en la santa montaña
de Dios y te he destruido [Ez. 28, 14. 16]. ¡Oh sacerdote!. Dice el Señor, yo te había colocado en mi monte santo para que
fuera luz del mundo: Vosotros sois la luz del mundo. No puede esconderse una ciudad puesta sobre la cima de un monte [Mt 5,
14]. Sobrada razón, por lo tanto, tenía San Lorenzo Justiniano para afirmar que “cuanto mayor es la gracia concedida
por Dios a los sacerdotes, tanto más digno de castigo es su pecado, y que cuanto más alto es el estado a que se le ha sublimado,
tanto será más mortal la caída”. “El que se cae al río, tanto más profundo cae cuanto de más arriba fue la caída”
(...).
Sacerdote mío, mira que habiéndote Dios exaltado tan alto al estado sacerdotal te ha sublimado hasta el cielo,
haciéndote hombre no ya terreno, sino celestial; si pecas cae del cielo, por lo que has de pensar cuán funesta será tu caída,
como te lo advierte San Pedro Crisólogo: “¿Qué cosa más alta que el cielo?; pues del cielo cae quien peca entre las
cosas celestiales” (...). “Tu caída, dice San Bernardo, será como la del rayo, que se precipita impetuoso”
(...); es decir, que tu perdición será irreparable [Jer 21, 12]. Así, desgraciado, se verificará contigo la amenaza con que
el Señor conminó a Cafarnaúm. Y tú, Cafarnaúm, ¿hasta el cielo te vas a encumbrar? ¡Hasta el infierno serás hundida! [Lc 10,
15]. Tan gran castigo merece el sacerdote pecador por la suma ingratitud con que trata a Dios. “El sacerdote está obligado
a ser tanto más agradecido cuanto mayores beneficios a recibido”, dice San Gregorio (...). “El ingrato merece
que se le prive de todos los bienes recibidos”, como observa un sabio autor. Y el propio Jesucristo dijo: A todo el
que tiene se le dará y andará sobrado; más al que no tiene, aún lo que tiene le será quitado [Mt 25, 29]. Quien es agradecido
con Dios, obtendrá aún más abundante gracias; pero el sacerdote que después de tantas luces, tantas comuniones, vuelve la
espalda, desprecia todos los favores recibidos de Dios y renuncia a su gracia, será en todo justicia privado de todo. El Señor
es liberal con todos, pero no con los ingratos. “La ingratitud, dice San Bernardo, seca la fuente de la bondad divina
(...). De aquí nace lo que dice San Jerónimo, que “no hay en el mundo bestia tan cruel como el mal sacerdote, porque
no quiere dejarse corregir” (...). Y San Juan Crisóstomo, o sea el autor de la “Obra imperfecta”, añade:
“Los seglares se corrigen fácilmente, en cuanto que los sacerdotes, si son malos, son a la vez incorregibles”
(...).
A los sacerdotes que pecan se aplican de modo especial, según el parecer de San Pedro Damiano (...), estas palabras
del Apóstol: A los que una vez fueron iluminados y fueron hechos participes del Espíritu Santo y gustaron la hermosa palabra
de Dios... y recayeron, es imposible renovarlos segunda vez, convirtiéndolos a penitencia cuando ello, cuanto es de su parte,
crucifican de nuevo al Hijo de Dios [Hebr 6, 4, 6]. ¿Quién en efecto, más iluminado que el sacerdote, ni paladeó, como él,
los dones celestiales, ni participó tanto del Espíritu Santo? Dice Santo Tomás que los ángeles rebeldes quedaron obstinados
en su pecado en plena luz; y así también, añade San Bernardo, será tratado por Dios el sacerdote, hecho como ángel del Señor
y, como él, elegido o reprobado” (...).
Reveló el Señor a Santa Brigida que atendía a los paganos y a los judíos, pero que no encontraba nada peor que
los sacerdotes, pues su pecado es como el que precipitó a Lucifer (...). Nótense aquí las palabras de Inocencio III: “Muchas
cosas que son veniales tratándose de seglares, son mortales entre los eclesiásticos (...).
A los sacerdotes también se aplican estas otras palabras de San Pablo: La tierra que bebe la lluvia que frecuentemente
cae sobre ella, si produce plantas provechosas a aquellos por quienes es además labrada, participa de la bendición de parte
de Dios; más la que lleva espinas y abrojos es reprobadas y cerca de ser maldecida, cuyo paradero es ir a las llamas [Hebr
6, 7.8]. ¡Qué lluvia de gracias ha recibido continuamente el sacerdote de Dios!; y luego, en vez de frutos, produce abrojos
y espinas y de recibir maldición final, para ir, en el fuego del infierno. Pero ¿y qué temor tendrá del fuego del infierno
el sacerdote que tantas veces volvió las espaldas a Dios? Los sacerdote pecadores pierden la luz, como hemos visto, y con
ella pierden el temor de Dios, como el propio Señor lo da a entender: Y si soy Señor, ¿dónde el temor que me es debido?, dice
Yahveh Sebaot a vosotros, sacerdotes, menospreciadores de mi nombre [Mal. 1, 6]. Dice San Bernardo que “los sacerdotes
como caen de gran altura, quedan sumergidos en su malicia, pierden el recuerdo de Dios y se vuelven sordos a todas las amenazas
de la justicia divina, hasta el punto de que si siquiera el peligro de su condenación llegue a conmoverlos (...). Pero ¿a
qué extrañarse de ello? El sacerdote pecador cae al fondo del abismo, donde, privado de luz, llega a despreciarlo todo, aconteciéndole
lo que dice el sabio: Cuando llega el mal, viene el desprecio, y con la ignominia el oprobio [Pro. 18. 3]. Este mal es el
del sacerdote que peca por malicia, cae en el profundo de la miseria y queda ciego, por lo que desprecia los castigos, las
admoniciones, la presencia de Jesucristo, que tiene junto así en el altar, y no se avergüenza de ser peor que el traidor Judas,
como el Señor se lamentó con Santa Brígida: Tales sacerdotes no son sacerdotes míos, sino verdaderos traidores (...). Sí,
porque abusan de la celebración de la misa para ultrajar más cruelmente a Jesucristo con el sacrilegio. Y ¿cuál será, finalmente,
el término infeliz de tal sacerdote? Helo aquí: En país cosas de justas cometerá iniquidad, y no verá la Majestad de Yahveh
[Is 26, 10]. Su fin será, en una palabra, el abandono de Dios y luego el infierno. -Pero Padre, dirá alguien, este lenguaje
es en extremo aterrador ¿Qué? ¿Nos quieres hacer desesperar? Responderé con San Agustín: “Si aterro, es que yo mismo
estoy aterrado” (...). Pues dirá el sacerdote que por desgracia hubiera ofendido a Dios en el sacerdocio, ¿ya no habrá
para mi esperanza de perdón? No; lejos de mí afirmar esto; hay esperanza si hay arrepentimiento, y se aborrece el mal cometido.
Sea este sacerdote sumamente agradecido al Señor si uno se ve asistido de su gracia, y apresúrese a entregarse cuando le llama
según aquello de San Agustín: “Oigamos su voz cuando nos llama, no sea que no nos oiga cuando esté pronto a juzgarnos
(...).
III EXHORTACIÓN
Sacerdotes míos, estimemos en adelante nuestra nobleza y, por ser ministros de Dios, avergoncémonos de hacernos
esclavos del pecado y del demonio. El sacerdote, dice San Pedro Damiano “debe abundar en nobles sentimientos y avergonzarse,
como ministro del Señor, de cambiarse esclavo del pecado (...). No imitemos la locura de los mundanos que no piensan más que
en el presente. Está reservado a los hombres morir una sola vez, y tras esto, el juicio [Hebr 9, 27]. Todos hemos de comparecer
en este juicio para que reciba cada cual el pago de lo hecho viviendo en el cuerpo [2 Cor 5, 10]. Entonces se nos dirá: Ríndeme
cuenta de tu administración [Lc 16, 2], es decir, de tu sacerdocio; como lo ejerciste y para qué fines de serviste de él.
Sacerdote mío, ¿estarías conmigo si hubiera ahora de ser juzgado?, o tendrías que decir: Cuando inspeccione [Dios], ¿qué le
responderé? [Job 31, 14]. Cuando el Señor castiga a un pueblo, el castigo empieza por los sacerdote, por ser ellos la primera
causa de los pecados del pueblo, ya por su mal ejemplo, ya por la negligencia en cultivar la viña encomendada a sus desvelo.
De aquí que entonces diga el Señor. Tiempo es de que comience al juicio por la casa de Dios [1 Pedro 4, 17]. En la mortandad
descrita por Ezequiel quiso el Señor que los primeros castigados sean los sacerdotes: Y comenzaréis por mi Santuario [Ez 9,
6]; es decir, como lo explica Orígenes, por mis sacerdotes (...). En otro lugar se lee; Los poderosos, poderosamente serán
enjuiciados [Sab . 6, 7]. A todo aquel a quien mucho se dio, mucho se le exigirá [Lc 12, 48]. El autor de la Obra imperfecta
dice: “En el día del juicio se verá el seglar con la estola sacerdotal, y al sacerdote pecador, despojado de su dignidad,
se le verá entre los fieles e hipócritas” (...). Escuchad esto, ¡oh sacerdotes!... porque a vosotros afecta esta sentencia
[Os 5, 1].
Y como el juicio de los sacerdotes será más riguroso, su condenación será también más terrible [Jer 17, 18].
Un concilio de Paris, dice que “la dignidad del sacerdote es grande, también su ruina si llega a pecar” [In Ez
44]. Sí, dice San Juan Crisóstomo: “si el sacerdote comete los mismos pecados que sus feligreses, padecerá no el mismo
castigo, sino castigo mucho mayor (...). Se le reveló a Santa Brígida que los sacerdotes pecadores serán hundidos en el infierno
más profundamente que todos los demonios en el infierno: Todo el infierno se pondrá en movimiento (...). ¡Cómo festejaran
los demonios las entrada de un sacerdote, para salir a su encuentro! [Is 14, 9]. Todos los príncipes de aquella miserable
región se alzarán en primer lugar en los tormentos al sacerdote condenado; y continua diciendo Isaías que en el seol se dirá:
También tu te has debilitado como nosotros; a nosotros te has hecho semejante [ Is 14, 11]. ¡Oh sacerdote! Tiempo hubo en
que ejerciste dominio sobre nosotros, cuando hiciste bajar tantas veces al verbo encarnado sobre los altares y libraste a
tantas almas del infierno; pero ahora te has hecho semejante a nosotros y estás atormentado como nosotros: has descendido
al seol tu resplandor [Is 14, 11]. La soberbia con que despreciaste a Dios es la que por fin te ha traído aquí. Bajo ti hace
cama la gusanera y gusanos son tu cobertor [Ib. 11]. Pues bien, dado que eres rey, aquí tienes tu estrado regio y tu vestido
de púrpura; mira el fuego y los gusanos que te devorarán continuamente cuerpo y alma. ¡Cómo se burlarán entonces los demonios
de las misas, de los sacramentos y de las funciones sagradas del sacerdote! Le miraron sus adversarios y se burlaron de su
ruina [Lam. 1, 7].
Mirad sacerdotes míos, que los demonios se esfuerzan por tentar a un sacerdote que se condena arrastra a muchos
tras de sí. El Crisóstomo dice: “Quien consigue quitar de en medio al pastor, dispersa todo el rebaño (...); y otro
autor dice, con matar más a los jefes que a los soldados (...); por eso añade San Jerónimo que el diablo no busca tanto la
perdida de los infieles y de los que están fuera del santuario, sino que se esfuerza por ejercer sus rapiñas en la Iglesia
de Jesucristo, lo que le constituye su manjar predilecto, como dice Habacuc (...). No hay, pues, manjar más delicioso para
el demonio que las almas de los eclesiásticos.
(Lo siguiente puede servir para excitar la compunción en el acto de contrición).
Sacerdote
mío, figúrate que el Señor te dice lo que al pueblo judío: “Dime qué mal hice, o mejor, que bien dejé de hacerte. Te
saqué de en medio del mundo y te elegí entre tantos seglares para hacerte mi sacerdote, ministro mío y mi familiar; y tú,
por míseros intereses, por viles placeres, me crucificaste de nuevo; yo, en el desierto de esta tierra te alimenté cada mañana
con el mana celestial, es decir, con mi carne y mi sangre divinas, y tu me abofeteaste con aquellas palabras y acciones inmodestas.
Yo te elegí por viña que había que había de formar mis delicias, plantando en ti tantas luces y tantas gracias que me rindiesen
frutos suaves y queridos y no coseché de ti más que frutos amargos. Yo te constituí rey,
hasta más grande que los reyes de la tierra, y tu me coronaste con la corona de espinas de tus malos pensamientos consentidos.
Yo te elevé a la dignidad de vicario mío y te di las llaves del cielo, constituyéndote así como rey de la tierra, y tú, despreciándolo
todo, mis gracias y mi amistad, me crucificaste nuevamente”, etc. (...) [San Alfonso María de Ligorio, La dignidad y
santidad sacerdotal.
(Ver: http://www.corazones.org/sacramentos/orden_sac/dignidad_sacerdotal.htm)
Expuesto
lo anterior, conviene, a partir de aquí, exponer acerca de la naturaleza del abuso sexual infantil, primero en general y desde
una óptica científica, para analizar posteriormente su dimensión moral a la luz
de las sagradas escrituras, para ubicarlo, como pretendemos, en el lugar que
le corresponde como una de las peores y más terribles y espantosas abominaciones en contra de la humanidad, de la naturaleza,
la Iglesia y de Dios.
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