I. El camino ancho y el angosto.
Para la mayoría de los católicos, el tema de los curas pederastas, de los obispos y curas encubridores
y quienes les rodean en tal encubrimiento; de las víctimas y de la respuesta general de los prelados ante el problema, no
origina alguna reacción distinta de la que siempre manifiestan respecto de los diversos problemas de la propia Iglesia. Cuanto
más ocurre es que se haya convertido en tema de conversación y opiniones que no trascienden, ni siquiera para sus vidas propias.
Esto significa que, en el menor de los casos, la mayoría, confiando en sus pastores y/o autoridades,
creen que ellos pronunciarán siempre la verdad y la conducta adecuada a seguir, por lo cual, no realizan un examen detallado
y una reflexión conforme al catecismo oficial de la Iglesia católica y mucho menos del derecho canónico, ni de las sagradas
escrituras.
Esto resulta en una actitud análoga a la de los padres que enviaron a sus hijos con los sacerdotes pederastas,
así como la de aquellos niños, que, indefensos, no tuvieron otra opción que yacer
pasivos, sumergidos en los laberintos del sufrimiento, a manos de sus victimarios, que encendieron el infierno en la tierra para los pequeños y lo hicieron ostentando y representando el nombre de Dios.
Entre los fieles existe la idea general, transmitida de generación en generación, de que jamás se debe juzgar al sacerdote, hacerle señalamientos, decir sus errores. Se ha generalizado
la idea de que todo acto de desacuerdo con el ministro, es juzgarlo.
Ello no aplica cuando se trata de intereses; de dinero y de beneficios de poder en la mayoría de las diócesis y parroquias del mundo, donde existen grupos que, cuando un obispo o cura
trata de modificarlos, de inmediato acusan al cura con el obispo para que lo cambien por otro. En el caso del obispo sufrirá
actos de presión y chantaje por parte de grupos depredadores formados por curas homosexuales, borrachos, mujeriegos, pederastas,
ladrones y defraudadores.
No menos nocivo es el fenómeno que consiste en que --sobre todo en Latinoamérica-- hay un amplio segmento
de grupos y personas allegadas a las iglesias que se han convertido en verdaderos esclavos de los sacerdotes. Salvo raras
excepciones, se trata de personas dispuestos a hacer todo cuanto el padre diga, sin importar la naturaleza del acto solicitado.
Si el cura les pide mentir, tergiversar cosas, negociar fraudulentamente, obtener dinero de cualquier manera, difamar a otros,
dejar de cumplir sus deberes de estado por estar metidos todo el día haciendo lo que el cura quiere, etc. La gran mayoría
de estas personas lo único que persiguen es un poco de afecto y reconocimiento del cura. Están sedientos de migajas de amor
y con que el sacerdote les brinde algo de reconocimiento. Incluso a veces, con el simple saludo, una sonrisa o un gesto amable,
son felices en el día. Por el contrario, el gesto adusto, la indiferencia, el silencio o la reprensión, pueden sumergirlos
en depresiones terribles.
Cualquier persona puede constatar casos de vergonzosa servidumbre de fieles que han sido reducidos a
la esclavitud por sacerdotes que ejercen un poder casi absoluto sobre ellos; están dispuestos a obedecer al cura en todo y
por sobre todo, hasta la ignominia. Este fenómeno viene a sustentar en gran medida el poder de grupos de presión que forman
los curas depredadores en contra de los obispo que quieran cumplir estrictamente con los deberes del pastor.
Son legiones los curas enfermos con esta clase de poder. Entre estos los hay que destacan por pronunciar
inspirados sermones y sendos regaños en sus homilías, dar consejos en público para que los hombres los tengan en alta estima
como sabios, estudiosos, inspirados por el Espíritu Santo, pero hay que ver despotismo con el que tratan a los que se les
han entregado con la esclavitud descrita y hay que verlos cuando complacen su homosexualidad, pederastía, alcoholismo, gusto
por mujeres casadas, por el robo y el fraude.
Otro grupo lo forman aquellos que viendo el mal, "nadan de a muertito"; son amigos de no meterse en problemas
e irla pasando. Todos, en sus señalamientos de moral, a los demás, se quedan en las generalidades para que cada quien
entienda lo que quiera. Muchos, que se la dan de “duros” o que ejercen la “denuncia profética”,
solo buscan ser reconocidos, pero navegan ocultos en el lenguaje de las generalizaciones.
Todos coinciden en una cosa: quieren que los hombres los tengan en alta estima como celosos cumplidores
del oficio del profeta y del sacerdote de Cristo.
Con tal poderío suelen pontificar en las más diversas materias, oficios y temas, y sus esclavos les aplaudirán,
los reconocerán y les tributarán el culto de su amor. Tendrán lo dicho por el cura como la verdad más absoluta, por encima
de lo que diga el obispo y el Papa o las autoridades en las materias en que se pronuncien. Hay de aquél que contradiga al
señor cura, porque saltará, como bestias de presa, su corte de esclavos y esclavas,
para defenderlo hasta la muerte y despedazar a quien el cura les mande o les parezca que lo haya contradicho.
Esta clase de curas se sirve de la investidura sacerdotal para crear su mundo, con su ciencia del bien
y del mal. Son verdaderos conocedores de lo que es bueno y lo que es malo respecto del servicio de sí mismos y de sus intereses.
Guardan en sus obras fidelidad al mundo, mienten a Dios y a los hombres con su sotana. Verdaderos hijos de la serpiente que
enseña a crear mundos y conocer las profundidades de ciencia del bien y del mal;
expertos en llamar santo a lo que satisface su capricho y proclamar ilícito, malo o pecaminoso lo que no les gusta. (Regla
de San Benito, capitulo 1; Apoc. 2, 24).
Muchos, tenidos por curas ejemplares, al ser examinados en este particular, revelan su verdadera identidad
y filiación. Ninguno pasa la prueba de la corrección, porque se vuelcan de inmediato, según su temperamento, con la intriga,
la difamación o con echar a andar maquinaciones para eliminar al que se atreva a hacer eso.
Tales extremos crean las condiciones de la complicidad de intereses personales, distintos de los de la
Iglesia de Cristo. La mayor parte de las veces en torno de las torpes ganancias que amonestó san Pedro (1 Ped. 5, 2).
Un fenómeno análogo se da en las relaciones de obispos con sacerdotes y en los seminarios, donde en muchos
casos, los privilegios generan condiciones propicias para toda clase de abusos
y los más aberrantes pecados.
Quienes en sus vidas hayan tenido mediano acercamiento con seminarios, seminaristas, sacerdotes y con ordenes religiosas, saben que casi en todas
partes hay horrendas historias de todos y cada uno de los pecados enumerados por San Pablo: “...ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios” (1 Cor. 6, 9-10).
Resulta asqueroso darse cuenta como los vicios han venido marcando el tipo de ambientes que se respira
en los seminarios. En los últimos 50 años los ambientes se han impregnado del cigarro, --el alcohol hace mucho que forma parte
de la vida en la Iglesia— luego de pornografía y lenguaje soez. Últimamente un ambiente de homosexuales, con sus vestimentas,
sus modas, su lenguaje.
Sin embargo en torno de ello, tanto de la ocurrencia de lo inmundo y abominable, como de la resolución
o continuidad y la impunidad, casi siempre ha imperado un silencio, sin duda por la profusa y profesional acción de un demonio
mudo y sordo (Mc. 9, 24), cuyo principal argumento y mentira que para necios e ignorantes viene a sustituir la acción de la
verdad, es que respecto de tales asuntos es mejor callar, para no escandalizar
a la Iglesia (Sal. 91, 7).
Las trabas para el análisis no son el único obstáculo, ya que existe aquel que es apropiado para quienes
están al tanto de dicho problema y conocen su origen y consecuencias, aún las más graves. Este obstáculo tiene por finalidad
impedir la acción de la denuncia y de la aplicación de las medidas de corrección y de penalización de tales crímenes. Ello
aplica tanto para quienes son víctimas, quienes tienen alguna relación con los
agentes activos y pasivos del problema o simplemente han tenido noticia de este y de quienes tienen el poder de juzgar y aplicar
sanciones.
En este caso no aplica lo que advierte el Rey David acerca de los necios y los ignorantes, como es el
caso anterior, sino las advertencias para los cobardes, los hipócritas, los embusteros
y los que solo viven para servir a sus vísceras, su avaricia e idolatría (Apoc. 21, 8; Sal 82, 2; 94, 20-21).
Hay además, quienes preocupados por las cosas del mundo, sumidos en una ignorancia culpable, el qué dirán,
sus negocios, que no se vayan a afectar sus relaciones de intereses; aquellos
que conociendo el deber, a la hora de realizar actos de compromiso, se apocan, pierden la semilla y le restan importancia (Mt. 13, 1-9; 18-23).
Aunque se trate de prelados, de cardenales, obispos, vicarios, --e incluso el Papa, quien no está libre
de tales situaciones, como lo prueba la advertencia que el mismo Cristo hizo a san Pedro-- el hecho de ocultar tales abominaciones,
no sirvió mas que para producir un mayor escándalo respecto de aquel que se pretendía impedir, cosa que solamente puede ser
útil al demonio, cuyas razones son como las de los hombres (Mt. 17, 23; 26, 33-35;
69-75; Is. 55, 8).
En el caso del Papa, existe la infalibilidad en materia de fe, cuyo fundamento es que Cristo mismo intercedió
por el apóstol Pedro y en él, por sus sucesores, para que su fe no falle. Por tanto, las cuestiones donde es infalible el
Papa, son de fe, más puede fallar en el resto de las materias. Si quien encabece a la Iglesia católica fallase en materia
de fe y no se arrepintiera de ello, simplemente se trataría del falso profeta al servicio de la bestia y no del sucesor de
Pedro (Lc. 22, 32; Apoc. 13, 11-14).
En el extremo opuesto se encuentran los fundamentos del deber del cristiano, que le permiten tanto conocer los hechos abominables que afectan
a la Iglesia como realizar las acciones que le corresponden para su resolución. En este sentido el deber se desprende del
oficio de cada uno dentro de la iglesia, en el marco del cumplimiento del mandato supremo de Cristo, el de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismos (Mt. 22, 34-40).
Nuestro Señor Jesucristo expone claramente las acciones de amor que es necesario realizar con relación
a la corrección de sí mismos y del hermano que comete pecados. En cumplimiento de ello, los apóstoles Pedro, Pablo y Juan
realizaron sendos actos de reprensión (Hech. 5, 1-11; I Cor. 5, 9-13; 1 Cor.
5, 1-5; 2 Jn. 9-11)
Así, la condición que convierte en prójimo a una persona, es la reunión de dos factores: la necesidad
que padece, la cual tenemos manera de aliviar por medio de los bienes o del servicio y aquel acto por el cual se alivia tal necesidad en la medida de las posibilidades del que lo asista.
La relación de prójimos no se da en la pasividad de uno que se da cuenta de la necesidad de otro y que
diga, piense o sienta que lo va a asistir o que debe asistirle, sino que se crea con el acto mismo de la asistencia (Lc. 10,
25-37).
Cristo señala diversidad de relaciones, en las que el modo de asistencia depende de la necesidad específica
del prójimo en cuestión: el hermano, el publicano, el pecador, el amigo, el enemigo, el adversario y los hijos del diablo.
Los apóstoles san Pablo y san Juan señalan un tipo adicional de prójimo: el hermano
que no lo es.
Jesucristo establece condiciones específicas previas a la reprensión, que parten del amor a Dios primero,
el amor a sí mismos y al prójimo.
Recalca que antes que pecar, hay que cortarse los miembros
del cuerpo que son ocasión de pecado (Mc. 9, 42-47) y antes de reprender al hermano, hay que corregirse uno mismo, sacar la
viga del ojo propio antes de intentar sacar la paja del ojo del hermano (Mt. 7, 3-5). En este caso especial, establece la
prohibición de juzgar al hermano, no de reprenderlo.
Cumplido el requisito anterior, el discípulo de Cristo está en condición de que la reprensión a su hermano,
la cual es para la salvación de su alma, tenga efectos de que lo que ate en la tierra quede atado en el cielo. Así, Cristo
establece que hay que reprenderlo a solas. Si no hace caso, con dos testigos y si no hace caso, ante toda la iglesia, y si
aún así no hace caso, hay que tenerlo por gentil y publicano (Mt. 18, 15-18).
Es necesario resaltar que esta potestad de atar que Cristo otorga de modo general a los que creen en
él, solamente aplica a la reprensión y es distinta, por su proporción y magnitud, de la facultad de atar y desatar que dio
a san Pedro, como primado de los apóstoles. Es de este modo que es posible que
san Pablo reprenda severamente a san Pedro (Gal. 2, 11). Este acto no modifica, disminuye o altera la facultad del oficio
de atar y desatar que Cristo dio a Pedro como primado de los apóstoles (Mt. 16, 19), la cual es superior, ya que, además de
la facultad de reprender, va ligada a la facultad de abrir y de cerrar las puertas del reino de los Cielos, ya que también
le entrega las llaves de este reino y la promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán en contra de la Iglesia de
Cristo que encabeza Pedro y sus sucesores.
Queda claro que Cristo dio a todos sus fieles la facultad de reprender al hermano y, en función de la
reprensión, el poder de atar y desatar y, de que con tal acto, lo atado o desatado quedará así también en el cielo. Sin importar
ni el oficio, ni la dignidad o función de los fieles. De esto se desprende que cualquier fiel puede reprender no solamente
a otros fieles, sino a sacerdotes, obispos y al mismo Papa, cuando es necesario para la salvación de sus almas.
¿Quien es el hermano? La relación de hermandad no solamente proviene de la consanguinidad o la parentela,
sino que es el ser condiscípulos de Cristo, hermanos del mismo Cristo por la
redención que obtuvimos por el bautismo.
¿El hermano es el prójimo del que habla Cristo en la parábola del buen samaritano? Lo va a ser en el
momento en que tiene la necesidad que impera el deber de asistirle, más cuando la necesidad es la de que se le asista para
que no pierda su alma inmortal.
El hermano es además aquel prójimo que ejerce el oficio de la reprensión cuando estemos cometiendo algo
contrario a la ley de Dios (Mt. 18, 17). Es aquel que puede tener algo en contra de nosotros y con quien es indispensable
ponernos en paz –en materia de su ejercicio de reprensión y demanda de cumplimiento de un deber que tenemos con él o con quienes tenemos obligación de servicio--
y cuyo reclamo hace imposible que Dios escuche nuestra oración (Mt. 5, 21-26).
El hermano es también aquel a quien debemos perdonar 70 veces 7 cuando busca el perdón (Mt. 18, 22).
Queda claro que el hermano siempre es nuestro prójimo.
Cristo es el verdadero prójimo del hombre, ya que pagó la deuda que contrajo por el pecado, lo curó de
sus heridas y pagó lo que haya hecho falta, hasta que vuelva (Lc. 10, 29-37) y quiere que
hagamos lo mismo, porque nos ha hecho sus hermanos con este rescate, (Jn.
20, 17).
Desde el punto de vista del oficio y del ministerio, recae la obligación de la reprensión, en principio,
como consumación de la relación de prójimos, en el caso del sacerdote, el obispo y el Papa respecto de todos los fieles cristianos,
ya que son representantes de Cristo, que es el buen pastor que no abandona a sus ovejas (Mt. 24, 45-51). Esto aplica también
para todos los que tengan autoridad, los padres, los padrinos, los abuelos, los hermanos mayores, los gobernantes.
Desde el punto de vista de la necesidad que crea a los prójimos, la obligación es entre todos los hombres,
principalmente de los cristianos respecto de los integrantes de la iglesia y de los que no lo sean.
En el caso que nos ocupa, el de los curas pederastas, no
queda la menor duda que se da relación de prójimo, doble y, al mismo tiempo:
Asistir a las víctimas, que son los niños y los adultos
que fueron víctimas en su infancia, quienes son los hermanos más pequeños de Cristo (Mt. 18, 5-6) para proveerles de justicia
y de reparación del daño.
Luchar por que se apliquen las sanciones que establecen las leyes de la iglesia y las de los códigos
civiles y penales de las naciones a las que pertenezcan los victimarios, los perpetradores y sus cómplices.
Que reconozcan sus crímenes y que reciban el castigo que por estos les corresponde; cárcel, castigos
corporales, suspensión del estado clerical, la pena de muerte, etc, y reparación del daño a las víctimas. En su caso, al mismo
tiempo, reprenderlos, de modo que entiendan y enmienden su camino.
Jesucristo señala que aquel que siendo hermano, una vez amonestado y reprendido a solas, con dos testigos y luego con toda la iglesia, se niega a convertirse de su pecado, ya no es un hermano,
sino un gentil y un publicano y ese trato se le debe dar (Mt. 18, 17).
Por si hubiera duda de que esa persona ha dejado de ser un hermano, Cristo junta las características
de “gentil y publicano”.
En el Antiguo testamento generalmente se aplica el término “gentil” a las razas y naciones que no
descienden de Abraham y se enfatiza la diferencia tanto espiritual como racial
de los israelitas respecto de las diversas naciones paganas que los rodeaban. Eran idólatras que no reconocían al verdadero
Dios.(2 Reyes, 16, 3; 2 Crónicas 33,
2; Esdras, 6, 21; etc.).
En el caso de los publicanos, se trataba de judíos a los que se les había dado el derecho de recaudar
los impuestos para Roma. Eran sumamente detestados; la sociedad los aislaba y los evitaba en todo lo posible, y rara vez se
los veía por el templo o la sinagoga (Mt. 11, 19; 21, 31). Un judío que se hacía publicano era considerado un lacayo de los odiados romanos y un traidor de
Israel.
Cabe señalar que aunque Jesús reconocía el bajo estado moral de la mayoría de los publicanos (Mt. 5, 46-47;
18, 17), platicaba libremente con ellos e iba a sus casas. Por esto incurrió en la censura de las autoridades judías (Mt.
9, 10-13; 11,19). La razón que daba para justificar su actitud era que había
venido a llamar a pecadores como ellos al arrepentimiento (Mt. 9,13).
Apreciaban su bondad, y aparentemente unos cuantos creyeron en él y llegaron a ser discípulos suyos (Mt. 21,
31-32). En la parábola del fariseo y del publicano, Jesús hace un contraste entre
los dos, favoreciendo al último (Lc. 18, 9-14).
Uno de los discípulos de Jesús, Leví Mateo, había sido publicano
(Mt. 9, 9; 10, 3). En algún momento posterior a su llamamiento, recibió a Jesús
en su casa, donde asistieron muchos de sus compañeros publicanos (Mt. 9, 9-10; Mc. 2, 14-15; Lc. 5, 27-29). Unos pocos días antes de su crucifixión, Jesús se relacionó con Zaqueo, un judío cobrador de impuestos
de Jericó (Lc. 19, 1-9), que llegó a ser uno de sus seguidores.
Es necesario aclarar que la actitud de Jesús de relacionarse con publicanos, era para buscar a los más
repudiados de todos, para llamarlos al arrepentimiento, tal como hizo con todos los pecadores. Sin embargo, no necesariamente
por ser repudiados por todos, eran pecadores que no estuvieran dispuestos al arrepentimiento o que fueran pecadores en el
sentido de cometer pecados en contra de la ley, de los diez mandamientos.
Al referirse a tener por publicano al que se niega a arrepentirse de su pecado y quiere continuar pecando,
se refiere que se le debe considerar como un traidor digno de repudio por el oficio que ha querido desempeñar, el de traidor.
Era hermano, pero quiere permanecer en el pecado, a pesar de que se le dio la oportunidad de salir de tal estado.
Cuando Jesús dice que hay que tenerlo por “gentil y publicano” se refiere a que hay que considerar
a tal persona como un idólatra que no reconoce a Dios, merecedor de repudio y de ser apartado de la comunidad de los hermanos.
Ya no debe convivir con los hermanos, no sea que los vaya a contaminar. Lo único que se puede hacer por él es oración y sacrificio
para que Dios lo brinde la oportunidad de convertirse, ya que no quiso escuchar a los hombres ni a la iglesia.
Fundado en lo anterior es que los apóstoles se refieren a los hermanos que no lo son y la conducta que
hay que adoptar respecto de estos: “...os escribí que no os relacionarais con
quien, llamándose hermano, es impuro, avaro, idólatra, ultrajador, borracho o ladrón. Con esos, ¡ni comer! Pues ¿por qué voy a juzgar yo a los de fuera? ¿No es a los
de dentro a los que vosotros juzgáis? A los de fuera Dios los juzgará. ¡Arrojad de entre vosotros al malvado!” (I
Cor. 5, 9-13). “Todo el que se excede y no permanece en la doctrina de Cristo,
no posee a Dios (...) si alguno viene a vosotros y no es portador de esta doctrina no
lo recibáis en casa ni lo saludéis, pues el que le saluda se hace solidario de sus malas obras” (2 Jn. 9-11). San
Juan también los señala como anticristos: “...salieron
de entre nosotros, pero no eran de los nuestros” (1 Jn. 2, 18-19).
El pecador es el objeto de la misión de Cristo, quien vino a llamarlos al arrepentimiento y penitencia
(Mt. 9, 12-13). En este sentido, todos los hombres somos pecadores y estamos en el mundo que tanto Dios amó, que le entregó
a su único hijo, para que todos los que crean en Él, tengan vida eterna (Jn. 3, 16). La
relación con cualquier otra persona es la de un pecador respecto de otro, en este sentido, somos el sujeto que requiere de
la intercesión y la ayuda del que quiera ser nuestro prójimo, somos el hombre que fue asaltado por los malhechores y que por
eso yacemos por el camino malheridos por el pecado.
Todo cristiano que se precie de serlo, se considera más pecador que el resto de los hombres y no tiene
más de qué enorgullecerse que de la cruz de Cristo.
El amigo es Cristo, el único y verdadero amigo, que lo es porque da la vida por sus amigos (Jn. 15, 13-14),
que son aquellos que cumplen su voluntad. Los amigos de Cristo son hermanos entre sí.
El enemigo y el perseguidor, son personas que se hacen tales, por el odio, la venganza, el agravio, las
deudas, los malos entendidos, los pleitos, e incluso sin motivo. Cristo manda amarles y orar por ellos (Mt. 5, 44).
El adversario es también aquél que tiene un justo reclamo contra nosotros; es aquél con el que debemos
ponernos a buenas mientras hay vida, para que su reclamo no sea dirimido por la justicia divina. Cualquier persona que tenga
un justo reclamo contra nosotros, es el adversario cuyo derecho Dios hará valer en su momento si no nos ponemos a buenas con
él por el camino. Todo cristiano tiene el deber de ejercer el oficio de adversario, respecto de otra persona, en este sentido,
al percatarse de la situación de injusticia y de pecado que obliga a consumar con obras la corrección en el ejercicio de la
consagración bautismal de sacerdote, profeta y rey. Debe amonesta y reprender para salvar almas (Mt. 5, 25-26; 18, 17).
Cristo también es un adversario temible, con el que hay que ponerse a buenas, ya que vendrá como Juez, porque antes dio todo por nosotros (Mt. 7, 21-23;
25, 31-46; 10, 28).
En los evangelios también se especifican las relaciones consanguíneas con los padres, hermanos e hijos,
donde Cristo nuevamente viene a ser Alfa y Omega, el primero en todo, con relación a los que le aman y cumplen su voluntad.
Es nuestro Padre cariñoso, nuestro hermano entrañable y nuestro pequeño hijo muy amado (Jn. 13, 33; Mt. 12, 50).
En correspondencia, resulta que los padres, hermanos e hijos son siempre el prójimo con el que hay que
cumplir deberes de estado y brindarles un servicio determinado. Sin embargo, la relación con ellos se encuentra perfeccionada
con la consanguinidad que tenemos con Cristo por el bautismo y la redención, la cual se consuma en un extremo con el servicio
de amor que les debemos y en otro, con amar más a Cristo que a los parientes, para ser dignos de Él, cumpliendo su voluntad,
aún en contra de la voluntad de los padres, hermanos, amigos, patrones, socios, vecinos e hijos y, a pesar de su odio o su
enemistad (Mt. 10, 34-37).
Existen otros con los que se relaciona el cristiano, de los que se habla en los evangelios: los hijos
del diablo. Estos tienen su origen en que, habiendo visto la luz de Cristo, eligen
las tinieblas del demonio por que sus obras son malas y se hacen hijos del diablo, por lo que con ese acto asumen la enemistad
perpetua respecto de Dios y de los hijos de Dios (Jn. 3, 19; 8, 44; Gn. 3, 15).
Estos se convierten en el prójimo cuando padecen necesidad que requiere de la asistencia que podemos
darles por el bien o servicio que es posible ofrecerles. Su necesidad constante es la de ser denunciados e interceder ante
Dios para que se conviertan, les perdone sus pecados y las ofensas y crímenes que nos hagan y se conviertan (Lc. 23, 34).
Así lo hizo Cristo con los escribas, fariseos, ancianos y doctores de la ley, a quienes llamó “raza
de víboras”, aludiendo lo escrito en el libro del Génesis, para denunciarlos como hijos de aquella serpiente que tentó
a nuestros primeros padres, cuya descendencia fue maldecida por Dios (Gn. 3,
15).